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ISSN 1989-4163

NUMERO 36 - OCTUBRE 2012

Dèjá Vu (y II)

Joaquín Lloréns

Viene de:

 

Tomé un nuevo sorbo e intenté alejar de mi mente la inquietud que me había invadido.

A mi alrededor, el ambiente se volvió muy festivo. Los jóvenes bailaban en grupos en esa sempiterna danza de cortejo impresa en los genes de todos los animales y reían con la desinhibición que genera el alcohol. Observé cómo los dos grupos de jóvenes tanteaban contactos entre algunos de sus miembros y sus movimientos parecían fluir en una ecuación compleja que, como suele ser, acabaría en su fusión o en alguna disputa. La pareja de jóvenes comensales también habían salido a la pista y contoneaban sus cuerpos al ritmo de la música, lanzando miradas a los otros danzantes. Oscar y Ana, por su parte, se movían a un ritmo más pausado, ajenos a la presencia de sus ruidosos compañeros de pista. Una escena de alegría de vivir netamente mediterránea. Y sin embargo, a mí me embargaba un desasosiego cada vez mayor que no atinaba a explicarme y que era incapaz de erradicar de mi cerebro. Nada había en el local que lo justificara.

Ana y Oscar se dirigieron hacia nosotros. Cuando Ana se acercó a la mesa y agarró el vaso para dar un sorbo a su caipiriña, le así por la muñeca y le atraje hacía mí.

- Ana, aquí hay algo que no me gusta. ¿Por qué no nos vamos?

Ana me miró con sorpresa y, liberándose de mi mano, me contestó sin apenas un matiz de enfado en su tono.

- No seas aguafiestas, Pedro. Si lo estamos pasando de maravilla.

No supe qué contestar. Lo cierto es que no tenía ningún motivo objetivo para mi inquietud.

- ¿Vamos? –preguntó a Oscar.

Este asintió y en rápidos pasos regresaron a la pista de baile y volvieron a evolucionar al ritmo del sonido.

Joana seguía ensimismada, y sólo parecía salir de su hibernación para rellenar su copa de vino. Bebía demasiado. Supuse que sería su forma de sobrellevar las infidelidades de su marido. De nuevo, recorrí con mi vista la sala tratando de descubrir el origen de aquella profunda desazón. La pareja mayor seguía callada, ahora mirando ambos a la pista con expresión pétrea que trataba de ocultar su nostalgia por los tiempos pasados en que ellos eran los que atraían las miradas de las parejas desgastadas por el tiempo. Los eslavos seguían igual. Dos hablando y los otros dos ajenos a la conversación. La expresión del que hablaba y al cual podía verle el rostro parecía haberse crispado un tanto y apretaba los puños con fuerza sobre la mesa. La hierática camarera seguía oscilando sobre sus piernas con aquella expresión más propia de un monje budista en meditación que de una profesional de restaurante. Volviendo a sentir la certeza de que la había visto en alguna ocasión anterior, mi inquietud se incrementó de una forma alarmante. Sentí que un ataque de pánico me subía por las carótidas hacia el cerebro. Lo detuve como pude dando un largo trago al whisky que tenía delante.
De pronto, al girar el rostro, me encontré a la gitana que había estado leyendo las manos a las italianas, apenas a medio metro de mí. Di un respingo. De cerca, a pesar de lo que su pelo color corneja me había hecho creer, se la veía que era bastante vieja. Numerosas arrugas atravesaban su cara y la piel del cuello le caía flácida y seca como la de una momia. Su ojo izquierdo aparecía velado por una catarata. La anciana me dijo:

- ¿Quiere que le lea el futuro, caballero? –preguntó con la peculiar musicalidad de los gitanos.

- Eh, no, gracias –repuse aún sobresaltado.

- Si es por la voluntad, guapetón. Anda, déjame la palma.

Antes de que pudiera reaccionar, la gitana me agarró la muñeca con la derecha, como poco antes había hecho yo a mi mujer y, girándome el brazo, me extendió los dedos con los suyos. Apenas echó un vistazo durante unos breves segundos; levantó sus ojos y me clavó su mirada.

- Ah, payo, tú no necesitas que te lea el futuro. Ya lo conoces, bilachó.

Dicho esto, me dio la espalda y se marchó del bar mientras se santiguaba una y otra vez. Volví el rostro hacia Joana con una sonrisa en la cara, dispuesto a chancearme de la bruja zíngara cuando, al ver su triste mirada, de pronto el dèjá vu se convirtió en recuerdo, disolviendo de golpe mi intento de soltar algo divertido o ingenioso. Como un torrente de aguas embravecidas, en mi mente se dibujó lo que había estado ocurriendo como si fuera una película vista hace muchos años que ahora regresaba, poderosa y determinada, al presente. Durante un momento sentí un vértigo abismal. Al cabo, como si estuviera en un sueño y sin poderlo evitar, repetí a Ana la pregunta plasmada en mi ensoñación, lanzando una fugaz mirada a los bailarines:

- ¿Desde hace cuándo que sabes lo de Ana y Oscar?

Ana pareció despertar de su narcolepsia y sus ojos brillaron, como yo ya recordaba, rota la bruma etílica que parecía cubrirlos hasta instantes antes.

- Desde el principio –respondió-. Creía que el que estaba en la inopia eras tú.

- Y así era. No me lo puedo creer. De Ana me lo esperaba, pero Oscar…, mi amigo.

En el rostro de Ana se extendió la sonrisa que yo ya sabía que iba a aparecer y que resumía en sus seis centímetros horizontales la superior agudeza de las mujeres sobre los simplones hombres. Giré la cabeza y, como recordaba, Ana y Oscar volvían junto a nosotros. Ana estaba algo arrebolada y se dejó caer en la silla estirando los brazos sobre los de la silla. Oscar, erguido, dio un sorbo a su copa.

- ¡Qué bien! –Exclamó Ana-. El baile es una de las mejores maneras de hacer ejercicio, ¿verdad, Oscar?

Este asintió con la cabeza. Nos mantuvimos en silencio un minuto. Al cabo, Ana me preguntó:

- ¿Qué decías antes de que no te gustaba el bar?

Como siguiendo un guión preestablecido, ¿inevitable?, me escuché responder:

- Nada, era una tontería.

Noté como en mi interior rebullía una rabia primigenia. La irracional furia ante la traición y la deslealtad. A pesar de que era como si lo supiera desde hace mucho, me era imposible luchar contra aquella ira absurda. La disimulé como pude dando un nuevo trago a mi bebida. Oscar comenzó el relato de una de sus estúpidas anécdotas y, al menos, me sirvió para no tener que fingir un estado de ánimo normal. Evitaba mirar a Joana. La vergüenza compartida es aún más humillante. Por fin, cuando Oscar concluyó, Ana dijo que quería seguir bailando. Los dos marcharon una vez más a la pista. Los siguientes minutos permanecí inmóvil, la mirada anclada en el vidrio de la copa. En mi mente burbujeaban el shock de lo conocido pero ocultado por mí mismo hasta el momento; los remordimientos y la cólera; el pasado, el presente y el futuro. A mis espaldas, escuché las voces airadas de los eslavos subiendo de volumen e imponiéndose a los rugientes decibelios de la música. Mi confusión aumentaba por momentos y mi cuerpo se había enrocado como si el peso de la culpa hubiera solidificado mi sangre. Escuché el inevitable ruido de estrépito de sillas al caer y, a los pocos instantes, el retumbar de un intercambio de disparos que duró apenas quince segundos pero que, en mi decelerado cerebro, semejaron minutos. Después, un espeso silencio bajo la cortina de la música. Algo pareció recomponerse en mi cabeza y pude moverme. Lo primero que -¿en el pasado? ¿En el presente? ¿En el futuro?- vi fue a Joana en el suelo, encogidas las piernas y las manos tapándose las orejas. Me levanté y dirigí los ojos a la mesa de los eslavos. Los cuatro hombres yacían en el suelo en posturas inverosímiles sobre unas manchas oscuras que iban creciendo como el vino de una tina desbordada. La música cesó de pronto. Entonces pude oír a uno de los hombres, que con las manos sobre el estómago, gemía quedamente.

De pronto, como si el aire hubiera conseguido de pronto derribar un dique inmaterial, las gargantas se desbloquearon y comenzaron a sonar gritos aterrorizados desde la sala de baile. Despacio, con andares dubitativos, cual si el suelo se moviera con la pesadez de una marejada o caminara en sentido contrario por la cinta de transporte de un aeropuerto, me acerqué a la sala mientras los demás corrían alejándose del lugar. Al aproximarme vi a Oscar arrodillado sobre el suelo, apoyando la cabeza de mi mujer sobre sus muslos. No me hacía falta tocarla
 

Dèjá vu

 

 

 

 

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